Ni la portentosa imaginación de García Márquez hubiera podido pintar la asombrosa longevidad política y biológica de decano de los gerentócratas africanos que gobierna Zimbabue desde hace cuatro décadas reformando constantemente la Constitución para reelegirse repetidamente en el poder, ante el estupor de sus conciudadanos que observan con desgano mascaradas que ocultan las elecciones amañadas. Antes de la independencia su país era la despensa del África austral y se llamaba Rhodesia, en homenaje al notable virrey Cecil Rhodes que colonizó la región con absoluta autonomía de la metrópoli británica, bajo una supremacía de la raza blanca tanto o más drástica que el régimen del apartheid sudafricano.
Curiosamente la independencia unilateral de Gran Bretaña —la reclamaron los colonos blancos en 1965, proclamando en 1970 la República de Rhodesia— provocó la hostilidad de la comunidad internacional, que vio con simpatía la lucha iniciada por los movimientos de liberación nacional. Entre ellos la Unión Nacional Africana para Zimbabue (ZANU), liderada por Robert Mugabe, quien una vez consolidada la emancipación de Londres, en 1980, ganó las primeras elecciones que lo convirtieron en primer ministro, hasta 1987, cuando ascendió a presidente. Desde entonces entabló una era de violenta descolonización, que poco a poco deterioró la economía tornando esa otrora próspera nación en su hacienda particular montada en una estructura de poder ajustada a sus propias ambiciones. Sucesivas consultas populares fraudulentas le renovaron sus credenciales en el mando supremo. Hoy, al cabo de 36 años ininterrumpidos en el poder, el balance de su gestión llegó a registrar una tasa de inflación de 14.000.000%, lo que obligó, en 2009, a abandonar la moneda local por el dólar americano. No obstante este hecho que no solucionó la crisis económica que aún pervive, afrontando una severa falta de liquidez en los bancos y las arcas fiscales.
Entretanto, las otrora productivas haciendas regentadas por agricultores blancos fueron expropiadas y distribuidas entre los partidarios oficialistas, profanos en las técnicas agrícolas que convirtieron los vergeles de antaño en áridas tierras improductivas. La reciente celebración del Día de la Independencia mostró el otoño del patriarca en sus más patéticos episodios, pues el veterano mandatario, al pasar la revista militar, inadvertidamente se inclinó con una ceremoniosa reverencia ante un ostensible cuadro de su propia efigie. Ese autohomenaje provocó diversas conjeturas: o bien no se reconoció a sí mismo o realmente creyó en las adulaciones de sus siervos que elevan su figura a una deidad viviente.
Pese a sus 92 años, nadie se atreve a mencionar la posibilidad de su muerte, salvo él mismo, cuando, en una reciente entrevista, confesó que son evidentes sus ejercicios deportivos matinales para mantenerse vivo y capaz de resucitar reiteradas veces, para desmentir los rumores de su muerte. Sin embargo, su esposa, Grace, promueve la candidatura de su marido a la reelección en 2018, así tenga que hacer campaña en silla de ruedas, según afirma.
Despreciado y aislado internacionalmente, continúa gozando del padrinazgo primicial de China, de Gabón y peculiarmente de Venezuela, entre los pocos Estados que aún lo reconocen y frecuentan, puesto que incluso sus vecinos africanos declinan contaminarse con tan singular personaje. Sin conocer a fondo estos antecedentes, los anfitriones bolivianos recibieron al autócrata durante la Cumbre del G77+China, reunida en Santa Cruz en 2014, con los honores que le correspondían como a jefe de Estado, pero soslayando su tenebrosa ejecutoria contra los derechos humanos.
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