El tiempo del triunfo y la derrota es el tiempo de las cifras, del cálculo de porcentajes, el del discurso bien acomodado a las circunstancias. Es el tiempo de pedir cuentas y echar cuentas, el de preguntarse qué se hizo mal o el de celebrar lo que ‘obviamente se hizo bien’. Las elecciones del domingo pasado han marcado sabores amargos y dulzor de paladar en dosis parecidas.
Es la primera vez desde 2005 que el Gobierno sabe en lo íntimo que su invencibilidad está en entredicho, o mejor, que el presidente Morales, cuyo halo de éxito no puede cuestionarse en su capacidad personal, no es capaz de endosar ese halo a sus candidatos. Ya lo había experimentado en el Beni en la anterior elección para la Gobernación departamental, pero nunca había tenido que afrontar un revés en el corazón andino de su poder, de su discurso y de su propio proyecto histórico.
Que el MAS haya ganado en el conjunto del país no es sólo algo fuera de discusión, sino la consecuencia inevitable de una oposición que funciona mucho mejor en los poderes locales que en partidos nacionales cuya dimensión está aún lejos de cristalizar en un nuevo sistema de partidos que sustituya al que había en 2003. Quizás, por ello, valga la pena repensar la lógica intrínseca de esa ecuación, ante la evidencia de una nueva construcción y balance del poder entre el viejo centralismo de estilo leninista y la nueva realidad más horizontal y de redes que representan las elecciones municipales y de gobernaciones, con sus respectivas asambleas incluidas.
Pero volvamos al meollo. El MAS debe entender que atraviesa una fuerte turbulencia. El hecho de que sea uno de los tres jugadores en el gran tablero nacional y que su ventaja sobre el segundo sea aún muy grande, pone aún más en evidencia su extrema dependencia del liderazgo personal del Presidente.
¿Por qué perdió de manera tan categórica en La Paz? Porque empezó por dar por garantizado que esta plaza era masista, sobre la hipótesis de su doble carácter de tener una población mayoritariamente aymara y en teoría mayoritariamente afín al proceso político. Una cosa y la otra –se suponía– iban de la mano. Pero ocurre que en las elecciones locales la ideología pasa a un segundo plano, lo que vale es el resultado de la gestión, mucho más fácilmente medible para el votante, pues de lo que se trata es de transporte, limpieza, seguridad, sistema sanitario, impuestos, infraestructura y comunicaciones, pero no las que el Estado central anuncia a mil kilómetros de donde viven los ciudadanos, sino en su acera, en su parque, en su barrio, en su casa. Y estuvo claro que la gestión alteña no funcionó y estuvo claro que la gestión de la Gobernación fue insuficiente.
Pero si la gestión fue deficiente, peor aún le fue al oficialismo con la credibilidad y la legitimidad. De manera cada vez más perceptible y más sostenida el MAS perdió la propiedad de la revolución del comportamiento. El reclamo ético de las primeras gestiones apuntalado por un alto grado de desprestigio del viejo sistema y una alta cota de esperanza en los nuevos gobernantes, se fue perdiendo progresivamente hasta que episodios como el ya célebre video del exalcalde alteño y, sobre todo, la evidencia de las irregularidades cometidas en diversos ámbitos de la administración del dinero recibido por el Fondo Indígena, se identificaron de manera clara con dos candidaturas en el corazón del poder gubernamental.
Los movimientos sociales que apuntalaron a los dos principales candidatos paceños perdieron de vista la existencia de una ecuación, en la que el ciudadano que vota es un factor imprescindible. Creyeron que podían garantizarle al Presidente un triunfo que la democracia les arrebató, porque el electorado no estuvo dispuesto a aceptar como buena cualquier decisión corporativa de unas ‘bases’ que no eran sino la expresión de sectores minúsculos enquistados en las entrañas del poder gremial, vecinal y sindical de ese gigantesco conglomerado que es una de las palancas principales de alimentación del poder del partido mayoritario.
Comienza a pagarse la factura de un manejo demasiado largo y demasiado discrecional del poder en todos sus niveles. La penetración del oportunismo y la corrupción se hacen notar, y el elector que aún cree fuertemente en el carisma presidencial, no está dispuesto a extender otros cheques en blanco.
En el otro lado del espectro está la frescura de un nuevo liderazgo. El cambio generacional (El Alto y Tarija son los mejores ejemplos), sumado a un estilo fresco y un discurso despojado de sectarismo, capaz de generar ilusión y plantear la campaña desde la propuesta, pone en aprietos a una estructura que paga el precio de su propia gravedad. El MAS se ha hecho demasiado pesado, tiene demasiadas voces disonantes y hay demasiado que se calla o se dice en voz baja, en medio de tensiones que sólo administra el Presidente.
Lo que en La Paz fue la expresión más dura de un resultado que hace tres meses estaba fuera de toda consideración, se ha hecho extensivo a la abrumadora mayoría de las capitales de departamento y, potencialmente, a cinco de las nueve gobernaciones. Si de esta experiencia el Gobierno no asume la necesidad de abrir compuertas, de oxigenarse y, sobre todo, de construir por primera vez y de veras una lógica de vasos comunicantes con la oposición, corre el riesgo de un deterioro mayor.
Será bueno para el Presidente, para su partido, pero sobre todo para el país, que la respuesta a este resultado no sea el atrincheramiento y la agresividad, sino, por el contrario, la mano tendida para asumir, como no puede ser de otra manera, que en la democracia hay espacio para todos y que no hay futuro en ella sin el espacio legítimo y saludable de la convivencia entre mayorías y minorías. Sobre todo ahora que el MAS experimenta la realidad de ser minoría en varios lugares de nuestra geografía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario