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domingo, 18 de junio de 2017

Carlos Mesa lacera el alma cuando se refiere a todas las formas de machismo que en Bolivia y en Latinoamérica se ceban en los cuerpos de mujeres de toda edad y condición. condena del machismo y de los machos que utilizan a la mujer especialmente.

Macho, muy macho. Más macho aún si ella está a mi merced. La mujer como objeto de uso. Objeto de descarga en realidad. ¿Dónde? ¿Quién? ¿Por qué? Bebés violadas, niñas violadas, preadolescentes violadas, adolescentes violadas, jóvenes violadas, adultas violadas. Hijas, hermanas, primas, sobrinas, madres… No salgas que te puede pasar cualquier cosa. No te quedes que te puede pasar cualquier cosa… No nazcas que te puede pasar cualquier cosa… Sociedad de machos, dominada por machos.
Más de mil feminicidios en los últimos diez años, el mayor índice de violencia de género de América Latina (cifras de la OPS, 2014), niveles de impunidad que indignan, culpabilización directa o indirecta de las víctimas, procesos en los que la “solidaridad” masculina encubre, dilata, esconde y olvida. Vivimos un incremento de la violencia en todos los ámbitos, cierto, pero con porcentajes abrumadoramente superiores de mujeres de todas las edades que sufren agresiones en todas sus formas, desde el acoso hasta la muerte.
No se trata de un fenómeno nuevo, es una vieja tara que hemos heredado de tiempos ancestrales. Lo que hoy ocurre, y esa es la única buena noticia de todo este horror, es que la acción valiente de activistas y organizaciones de mujeres de diferente signo han logrado, por fin, sensibilizar a la sociedad a través de una visibilización que ha hecho que los medios se tomen en serio el tema y lo coloquen entre lo prioritario en su tratamiento informativo. La cortina comienza a descorrerse y lo que vemos es un espejo que refleja imágenes espantosas de una comunidad que padece de una severa patología.
Hemos alimentado desde que tenemos memoria la lógica de “me pega porque me quiere”, la de la sujeción. “¿Por qué la has pegado?” “Ella sabe porqué”, respuesta acompañada de una sonrisa cínica. En la construcción de nuestra mitología, la presunción de que hubo una sociedad ideal en el mundo indígena originario, ocultó y aún pretende negar que el machismo es una de sus características. El discurso de la complementariedad de la pareja se enfrenta a una realidad en la que el ejercicio de la violencia física y psicológica fue y es un ejercicio común. A ese escenario se suma el pasado de la conquista y la colonia, que estableció una relación carnal violenta, funcional a los deseos y completamente alejada de la construcción de una idea de familia. Un padre que tiene hijos “en” varias mujeres, en varios vientres se podría decir. Lo que ocurra con los hijos de “esos vientres” es asunto de quienes los poseen, no de los hombres y la actividad incesante de sus falos. ¿Familia? La teoría del núcleo familiar estable se redujo a un pequeño porcentaje de la sociedad. Esa saga continuó con los patrones de hacienda y se deslizó sin ninguna solución en el mundo urbano, en el siglo XX y XXI. La combinación de estos referentes históricos fue terrible y ciertamente no se resuelve con la retórica idealizada o condenatoria de un todo fundido y mezclado.
Más allá del viejo debate sobre los instintos aguzados por la testosterona o de la evidencia general de la ventaja física del hombre sobre la mujer, lo evidente es que estos elementos se agregan a la forma en que se ha construido nuestra sociedad. El problema es estructural. No es la ley, es el comportamiento colectivo, es la deformación de raíz que tenemos desde nuestra infancia, con un incremento demencial del acceso a todas las facetas más oscuras y brutales de lo humano que trastornan la relación entre realidad y ficción, que han roto la línea entre el comportamiento y los límites que marcan la división ética entre lo que se debe y no se debe hacer. Tiene que ver con el respeto, con la percepción imprescindible de que el límite de mi libertad es la libertad del otro, la esencia de mi humanidad es la comprensión de lo que es humanidad expresada en otro ser diferente pero igual, cuya vida es tan sagrada como la mía. Educados como estamos, seguros de que nuestras acciones no tendrán consecuencias, nos olvidamos de lo más importante, la construcción de un nuevo escenario social que forme en el respeto y la igualdad, que prevenga y que, obviamente, castigue.
Si constatamos que la seguridad y la vida de una mujer corre tanto o más riesgo en el seno de la familia que fuera de ella, es que la enfermedad es profunda. Si una mujer vejada y violada tiene que duplicar su vía crucis después de haber sido abusada, es que la sociedad está negada a la justicia y a la búsqueda de igualdad. El respeto a la mujer no viene dado, se lucha, se conquista, se arranca y parte de esa tarea nos toca a todos, pero especialmente a padres y madres. “¡Ni una menos!” es un grito desgarrado al que hay que responder desde nuestra posición injustamente privilegiada de hombres, para aprender —aunque parezca una verdad de Perogrullo— que ellas son seres humanos, no objetos de uso y de cambio, no apéndices de nuestra locura.

El autor fue Presidente de la República
http://carlosdmesa.com/ 
Twitter: @carlosdmesag

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