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sábado, 10 de diciembre de 2011

Oscar Peña próximo a la desesperación se refiere "al miedo nuestro de cada día" cuando se refiere a la ola de criminalidad que flagela Santa Cruz y otras urbes de Bolivia

Faltaba poco para las nueve de la noche cuando un disparo de arma de fuego abolió la serenidad de la cálida noche de Equipetrol. Dos sujetos con el rostro cubierto, muy jóvenes según los pocos y asustados testigos, intentaron despojar de su automóvil a dos muchachos que salían del garaje de su casa. Las víctimas no intentaron mayor resistencia pero las cosas se complicaron para los antisociales. Apareció el guardia privado de la cuadra y trató de aproximarse al sitio mismo del asalto. El trueno de un revólver lo detuvo en seco. ¡Qué iba a hacer el pobre si sólo disponía de un palo para hacer cumplir la ley! Hizo lo único que podía hacer: se agazapó en la esquina para salvar su vida.
El día anterior y a menos de 100 metros del anterior episodio, bajo el sol quemante del mediodía, otra persona fue despojada de los bienes que portaba en sus bolsillos. Los atracadores, después de consumar el robo, miraron a uno y otro lado de la calle, se encaminaron hacia el vehículo que los esperaba cerca, se dieron el lujo de hacer una maniobra innecesaria y se alejaron con impunidad y sin prisa.
Si uno tuviera acceso a unas estadísticas, que por cierto no existen, se enteraría, asustado, de la cantidad y de las características de los  delitos (robos de automóviles, robos a domicilios, asaltos a negocios, atracos a personas en vía pública, unas veces con heridos y otras veces hasta con muertos) perpetrados en la ciudad de Santa Cruz en el lapso transcurrido entre los dos lamentables episodios de Equipetrol. Últimamente la sangre y la vida son baratas aquí: se clava un puñal por un teléfono celular, se mete bala por 100 bolivianos y una tarjeta de crédito.
Muchos son avezados criminales que han entrado varias veces y salido otras tantas de la cárcel pública, a pesar de la notoriedad y la flagrancia de sus crímenes. Pero ahora también tenemos bandas de adolescentes, niños que casi compiten en  crueldad con aquellos. ¡Qué está pasando, por Dios, entre nosotros! ¿Vamos a conformarnos con la evocación de viejos tiempos en los que dormíamos con las puertas abiertas y dejábamos en los corredores los muebles de la tertulia sin que a nadie le pase por la cabeza la idea de apropiarse de lo ajeno? ¿Vamos a entregarnos a la nostalgia en vez de hacer algo verdaderamente efectivo para recuperar siquiera un pedacito de la seguridad de antes? La nostalgia es consuelo de románticos y cero a la izquierda en la búsqueda de soluciones a los dramáticos o trágicos peligros que nos acechan a la vuelta de cada esquina y en la ya extinta seguridad de nuestros hogares.
La responsabilidad es de todos, sean autoridades nacionales o regionales. Debieran sumar medios y esfuerzos para luchar contra la creciente y avasalladora criminalidad en  vez de dedicarse, como lo hacen, con empeño digno de mejor causa, a pelarse entre ellas. Medidas rápidas y enérgicas son las que necesitamos. Si las leyes son malas, hay que cambiarlas. Si el sistema penitenciario no funciona, hay que modificarlo. Si los jueces, los fiscales y los policías no cumplen su deber, hay que sancionarlos. Pero, también, dotarlos de los medios necesarios para que puedan borrar la inmensa mancha roja que hoy invade la ciudad.
Los ciudadanos, que pagan impuestos y cumplen todos los deberes que la ley fija, están en el derecho de exigir seguridad. Y el Estado se halla obligado a dársela. Sin excusas ni mentiras.
 

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