La liquidación del Fondo Indígena (FI) y la creación del Fondo de Desarrollo Indígena Descentralizado parece repetir la misma receta prebendal corporativa que lo llevó a la ruina. Si bien la liquidadora proporcionó información importante, aún persisten dudas sobre el alcance del daño producido al país, al Movimiento Al Socialismo (MAS) y a quienes se asumen como la vanguardia política y moral del proceso de cambio. El daño pudo ser mayor. A tiempo de su creación (2005) nadie calculó el flujo extraordinario de recursos por la venta del gas ($us 500 millones aproximadamente), que por fortuna no tuvo capacidad de ejecutar en estos años, razón por la que se transfirieron a la renta Dignidad, al programa Bolivia cambia, Evo cumple y a otros del Gobierno central.
A propósito de este tema, en 2011 la Fundación Jubileo detectó que muchos de los proyectos gestados por el FI fueron priorizados con ocasión de la deliberación en torno a la ley del diálogo centrada en la agenda municipal. Quince años después, tras 10 años de abundancia, es probable que muchos de ellos hubieran formado parte de la programación de un enredado mapa institucional encargado de promover el desarrollo productivo social de los grupos más vulnerables. Frente a esta constatación, pregunto: ¿existe control cruzado sobre las intervenciones de este abanico de entidades que, con similares fines, pudieron haber duplicado financiamientos abonando el terreno para mayor ineficiencia y malversación? ¿No era imperativo ampliar la investigación antes de alentar la creación de un nuevo fondo?
Difícilmente la nueva entidad contribuirá a borrar de la memoria colectiva este caso de corrupción gestado en el corazón del proceso liderado por Evo Morales. Su pecado fue concebir un modelo de gestión en el que la élite de las organizaciones sociales indígenas campesinas asumió sin ningún rigor el papel de juez y parte a la vez. Hoy, el nuevo fondo elimina el directorio, crea un consejo consultivo con menos responsabilidad, pero igual poder fáctico y corporativo; autoriza mecanismos directos de contratación y, paradójicamente, el ente ‘descentralizado’ recentraliza el poder de decisión. Lo ocurrido no parece haber dinamizado en las organizaciones sociales indígenas campesinas procesos de autocrítica respecto a sus malas prácticas y a su relación con el poder. Hoy, el presidente las bendice, ratifica su condición de beneficiarias y excluye a pueblos indígenas de tierras bajas que cuestionan al Gobierno. Por ello, es válida la sospecha de que estas organizaciones, todas ellas fundadoras del MAS-IPSP y promotoras de la ‘reelección presidencial’, reediten la gestión corporativa clientelar perversa que hoy muchos cuestionamos.
El Deber – Santa Cruz
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