Ahora, la presión interna a Sánchez para que ceda y permita formar un gobierno en minoría del PP se reactivará una vez que sus 85 escaños han asistido complacientes a una revancha moral. Sin embargo, el PSOE impondrá la ley del silencio durante tres semanas. Es impensable que se enzarce en una guerra civil en plena campaña de elecciones gallegas y vascas. Por eso, el secretismo y la falta de filtraciones, ese silencio denso previo al estallido del caos, serán señal de que la presión causa efecto y Sánchez medita. Sin embargo, cualquier sobreactuación mediática de los barones irritados sería indicativa de que no doblan el pulso a Sánchez y el «no» se perpetuará hasta la repetición de los comicios. Sánchez tiene a su favor que los dirigentes territoriales críticos solo están de acuerdo en diseñar el futuro del PSOE sin él…, pero no en quién ha de liderarlo después. Por eso, el secretario general tiene ventaja y ha aprendido a respirar sin dificultad en una atmósfera tan tóxica. Es más resistente de lo que pensaban algunos líderes socialistas.
Será factible, o no, que un puñado de secretarios generales autonómicos desautorice a Sánchez. Pero que nadie espere que la sentencia llegue a cumplirse en un cadalso público arrojándole verduras a la cara entre gritos de júbilo mientras se afila la guillotina. A lo sumo, y si finalmente exhiben en público la valentía que ahora solo balbucean en corrillos de confidentes, le ofrecerán cicuta y un reservorio silencioso para ingerirla con dignidad. A fin de cuentas, arrancar galones con deshonra no es un espectáculo edificante para los votantes, y a Pablo Iglesias se le regalaría una victoria inmerecida.
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