El presidente Evo, a tiempo de inaugurar la construcción de una línea más del teleférico, algo que por cierto está convirtiendo a nuestra urbe en un muy interesante atractivo turístico, se ha lanzado con la idea de cambiar el nombre a la ciudad de La Paz; quiere que se llame Chuquiago Marka, porque dice que estamos en tiempos de (des)colonización y que hay que recuperar los nombres originales de los lugares.
La propuesta no deja de ser un exabrupto para los paceños, principalmente porque el nombre actual es el nombre de siempre; vale decir, el nombre con el que nació la ciudad. Además, es un nombre bello, que ya quisiera cualquier ciudad ostentar.
Los topónimos no son tan importantes como se podría creer; el mejor ejemplo es el caso de Bolivia, que lleva un nombre inventado, producto de una actitud tal vez política o simplemente zalamera, que pretendía, en el primer caso, asegurar la independencia del nuevo país a partir de comprometer a la espada más prestigiosa del momento; o simplemente quería agradar al venezolano de marras.
Muchas veces me he puesto a pensar con cuánto asco muchos de nuestros antepasados, los más austeros por cierto, han debido tener que tragarse esa nueva nominación de su terruño que ellos conocían como Alto Perú. Y qué espanto han debido tener los vecinos tradicionales de La Plata cuando se le cambió el nombre a esa bella villa y se le puso el del no muy querido lugarteniente del Libertador.
A pesar de ese origen –digamos bochornoso–, Sucre, es también un bello nombre y el que las dos ciudades bolivianas que fungen de capitales tengan significados amables, como ser paz y azúcar, es una feliz coincidencia. Por lo demás, seis o siete generaciones de por medio, el nombre de Bolivia y de Sucre ya han cobrado carta de ciudadanía y cambiarlo sería otro despropósito. Peor sería hacerlo con La Paz.
Que el señor Presidente sugiera cambiarle el nombre a esta ciudad, que tiene el horrible apodo de “tumba de tiranos”, puede ser visto desde dos perspectivas: ya sea como una tremendamente deshonesta maniobra para distraer la atención en estos tiempos en que se está empezando a jugar con la legalidad de todo el sistema político de nuestro país; o como una más de las cientos de tonterías que Su Excelencia es capaz de espetar en el momento menos pensado.
Lo penoso es que en ambos casos, lo que Evo Morales está haciendo con ese tipo de intervenciones es exacerbar lo peor de los sentimientos de distancia que hay entre bolivianos, o específicamente entre paceños.
La Paz fue y es la ciudad mestiza por excelencia. La herencia indígena y la española se han amalgamado en buena parte de nuestros usos y de nuestras costumbres; en nuestra forma de comer y en nuestra forma de vestirnos. De hecho, no hay otra ciudad en toda América en la que un buen porcentaje de la población femenina vista de una manera ajena a la cosmopolita y se atavíe con trajes españoles, que las mujeres mestizas e indígenas hicieron suyos hace más de dos centurias.
Evo muestra con su propuesta un profundo desprecio por la historia de esta ciudad y una actitud irresponsable al no tener más bien una actitud conciliadora antes que antagónica respecto a los orígenes étnicos de los ciudadanos bolivianos. Pero hay algo más, y es la superficialidad de la propuesta de Morales, que en 11 años no ha logrado consolidar ni el aimara ni el quechua como verdaderos idiomas oficiales de este Estado (re)inventado. Él mismo no ha logrado recuperar el idioma de sus antepasados ni siquiera para sentar algún tipo de precedente.
La ciudad de La Paz está en el valle de Chuquiago y buena parte de sus barrios tienen nombres aimaras. ¿No sería más sensato, en vez de preocuparse por cambiar nombres e inaugurar un teleférico más, preocuparse, por ejemplo, por un sistema de purificación de las aguas servidas que botamos al Choqueyapu?, río que también conserva su nombre original. Esa sería una buena noticia en el 469 aniversario de su supuesta fundación.

El autor es operador de turismo