Cada día los hechos violentos estremecen el país. De un tiempo a esta parte los sucesos son más graves y cotidianos. Ajustes de cuenta, secuestros de personas y ataques armados a personajes configuran un alarmante escenario de inseguridad. Tales sucesos parecían hasta hace unos años ajenos, distantes de Bolivia y más cercanos a naciones perforadas por el narcoterrorismo o la narcoguerrilla. Se tenía la sensación de que este tipo de violencia había acabado cuando se derrumbó la última dictadura narcomilitar de los años 80. Se había asumido hace un par de décadas que la sociedad boliviana y, sobre todo la cruceña, aprendieron la lección que dejó el asesinato del notable científico Noel Kempff Mercado por las mafias del narcotráfico. Un hecho tan lamentable marcó al país, que aparentemente logró comprender entonces que la violencia provocada por la droga llega a dañar no solo a los mafiosos, sino también a las personas de bien. La nación había tocado fondo con la cobarde eliminación de uno de los más reconocidos cruceños.
Ocurrió entonces la reacción. Un pueblo indignado respondió a los narcotraficantes que no solo se habían adueñado de varios espacios de la vida cotidiana, sino que incluso habían recibido manifestaciones de admiración. Valores como la honestidad y el esfuerzo fueron desplazados por el deseo de acaparar dinero por la vía ilícita. Generaciones casi enteras se perdieron envueltas en el vicio o se dejaron vencer por la ambición de obtener poder económico por el camino más fácil. Sin embargo, así como conseguían notoriedad con poco esfuerzo, muchos la perdieron también rápidamente. Así como mucha gente les otorgó un reconocimiento pasajero, más tarde se los quitó. El ciudadano consciente y patriota reaccionó porque se dio cuenta de que los tentáculos del narcotráfico son tan largos y peligrosos que pueden terminar carcomiendo los cimientos de una sociedad.
Con el rechazo popular mermó el poder del narcotráfico, pero no desapareció. El repliegue fue aparentemente pasajero y Bolivia siguió siendo una nación ubicada en la ‘lista negra’. Continuó transitando de escándalo en escándalo, siendo uno de los más emblemáticos el sonado caso del ‘narcoavión’. El desprestigio internacional del país tuvo directa relación con los narcos bolivianos que caen desde hace años en aeropuertos o terminales.
La realidad no ha cambiado. Al contrario. La reciente aprehensión de un excomandante de la Policía antidroga confirma que el narcotráfico es capaz de perforar instituciones y someter a sus autoridades. La influencia de las mafias de la cocaína es incuestionable y ha sido reconocida por el Gobierno.
Las cifras son demás de contundentes. En lo que va del año, la policía antidroga se incautó de 13,8 toneladas de cocaína, destruyó 2.815 fábricas de droga y detuvo a 1.985 personas.
La batalla está encaminada pero la guerra no se gana sin voluntad y participación de todos. Lo peor para el proceso es la ambigüedad en el discurso y la conducta de las autoridades. O se está a favor o se está en contra del narcotráfico. En ese sentido, urgen señales convicentes y efectivas en varios frentes. Erradicar la coca excedentaria, reforzar la interdicción e impulsar la prevención. Es decir, tolerancia cero para la cocaína.
Ocurrió entonces la reacción. Un pueblo indignado respondió a los narcotraficantes que no solo se habían adueñado de varios espacios de la vida cotidiana, sino que incluso habían recibido manifestaciones de admiración. Valores como la honestidad y el esfuerzo fueron desplazados por el deseo de acaparar dinero por la vía ilícita. Generaciones casi enteras se perdieron envueltas en el vicio o se dejaron vencer por la ambición de obtener poder económico por el camino más fácil. Sin embargo, así como conseguían notoriedad con poco esfuerzo, muchos la perdieron también rápidamente. Así como mucha gente les otorgó un reconocimiento pasajero, más tarde se los quitó. El ciudadano consciente y patriota reaccionó porque se dio cuenta de que los tentáculos del narcotráfico son tan largos y peligrosos que pueden terminar carcomiendo los cimientos de una sociedad.
Con el rechazo popular mermó el poder del narcotráfico, pero no desapareció. El repliegue fue aparentemente pasajero y Bolivia siguió siendo una nación ubicada en la ‘lista negra’. Continuó transitando de escándalo en escándalo, siendo uno de los más emblemáticos el sonado caso del ‘narcoavión’. El desprestigio internacional del país tuvo directa relación con los narcos bolivianos que caen desde hace años en aeropuertos o terminales.
La realidad no ha cambiado. Al contrario. La reciente aprehensión de un excomandante de la Policía antidroga confirma que el narcotráfico es capaz de perforar instituciones y someter a sus autoridades. La influencia de las mafias de la cocaína es incuestionable y ha sido reconocida por el Gobierno.
Las cifras son demás de contundentes. En lo que va del año, la policía antidroga se incautó de 13,8 toneladas de cocaína, destruyó 2.815 fábricas de droga y detuvo a 1.985 personas.
La batalla está encaminada pero la guerra no se gana sin voluntad y participación de todos. Lo peor para el proceso es la ambigüedad en el discurso y la conducta de las autoridades. O se está a favor o se está en contra del narcotráfico. En ese sentido, urgen señales convicentes y efectivas en varios frentes. Erradicar la coca excedentaria, reforzar la interdicción e impulsar la prevención. Es decir, tolerancia cero para la cocaína.
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