Con la avalancha informativa sobre el cincuentenario de la muerte de Che Guevara, tal vez no se prestó mayor atención a hechos que dibujaban mejor lo ocurrido en Bolivia estos días y su significado en una realidad contradictoria que parecieron reflejar. Menos de una semana después de rendir tributo al guerrillero argentino-cubano e identificarlo como su verdadero héroe, el presidente Morales presidió el homenaje de las Fuerzas Armadas a quienes lo derrotaron y pusieron fin a su campaña. La incongruencia entre los actos de Vallegrande, primero, y de La Paz, pasó desapercibida para el Jefe del Estado, quien dedicó gran parte de su discurso a atacar al “imperialismo”, imprescindible en su oratoria. El de La Paz semejó un acto en el que los participantes militares caminaban por una ruta y las palabras vibrantes del mandatario por la orilla opuesta.
Hasta ese momento, muchos ignoraban que el propio Jefe de Estado y el Alto Mando Militar iban a homenajear a los excombatientes de la guerrilla, algo que nunca había ocurrido durante todos los años del Gobierno. Hasta hoy se especula sobre qué motivó al Gobierno a llevar a cabo el homenaje cuando aún estaban en Bolivia algunos de la multitud de admiradores que vinieron a rendir tributo al comandante guerrillero. Un dato citado por testigos y observadores parecía elocuente: en las ceremonias de Vallegrande no hubo una presencia visible de militares. Fue notoria la ausencia de excombatientes, pese a que tenían todos los gastos cubiertos, inclusive la oferta de un viático especial. La versión más verosímil parece estar en la insatisfacción militar con la posibilidad de dejar pasar el aniversario e ignorar la acción de 1967, en la que ocurrió la única victoria decisiva de las armas bolivianas el siglo pasado contra una fuerza que se proponía crear “uno, dos, tres, muchos Vietnam” a partir de Bolivia. Con todo, los detalles sobre la decisión aún permanecen oscuros.
En La Paz, los excombatientes fueron condecorados, acto que el presidente Morales equilibró con su fuerte discurso anti-norteamericano, con blanco en la CIA. Culpó a la agencia norteamericana y a los generales bolivianos de la muerte del guerrillero. Como ha sido habitual, no elaboró su afirmación ni sus bases históricas.
El fervor marcial del acto en el Cuartel General de Miraflores, menos de una semana después, fue visto como una evidencia de que, por sobre otras enseñanzas, pesa sobre los militares su propia historia. Los observadores subrayan que es improbable que el relato que recibían hasta hace una década vaya a transformarse para aceptar la versión de que la victoria en la campaña de Ñancahuazú no fue obra de bolivianos.
El debate sobre la guerrilla de 1967 recobró actualidad y reavivó controversias estos días con declaraciones de la combatiente de aquellos años, Loyola Guzmán, parte del grupo original que comandó Che Guevara. En una extensa entrevista publicada por Página Siete el domingo antepasado, la exguerrillera explicó por qué se escogió Ñancahuazú, en el remoto sureste nacional, como base de operaciones para lanzar la campaña. El lugar ha sido señalado como inadecuado por los críticos de la guerrilla pues equivalía a estar en el medio de nada: a cientos de kilómetros de la frontera más próxima (a 400 kilómetros de Argentina, a 800 kilómetros de Brasil y a más de mil de Perú). “Por lo que nos explicó (el Che) era una especie de retaguardia”, dijo la excombatiente, cuya misión era organizar y activar una red urbana de lucha clandestina. Esas distancias gigantes respecto a la retaguardia se multiplicaban con la condición inhóspita de la zona, lo que, en opinión de los críticos, anticipaba la derrota. La retaguardia quedaba muy lejana de los lugares sobre los que se suponía que los combatientes debían operar y una cobertura logística mínima lucía adversa.
La excombatiente, nemesis para el partido de Gobierno y al lado de quienes se oponen a la reelección indefinida del presidente Morales (“Si ser izquierdista es ser masista, yo no soy izquierdista”), dijo que la campaña en Bolivia debía extenderse por muchos años y que su estallido el 23 de marzo de 1967 fue prematuro. En contraste, los críticos y analistas de la campaña sostienen que habría sido sólo cuestión de días para que el movimiento quedase al descubierto. Casi todos los autores coinciden en que la presencia de la columna de Guevara era conocida desde hacía semanas y que los pobladores de la extensa región escogida para lanzar los combates mantenían informado al ejército. Cuando la base de operaciones del movimiento fue capturada a pocas semanas de la apertura de hostilidades, la campaña guerrillera quedó sin cordón umbilical, a la intemperie, y su suerte sellada.
Una apreciación general es que los actos del cincuentenario fueron sólo una página entre otras cuya lectura quedó pendiente y que sobre la conmemoración en Bolivia resta mucho para contar.
El autor fue presidente de la República
El presidente Evo, a tiempo de inaugurar la construcción de una línea más del teleférico, algo que por cierto está convirtiendo a nuestra urbe en un muy interesante atractivo turístico, se ha lanzado con la idea de cambiar el nombre a la ciudad de La Paz; quiere que se llame Chuquiago Marka, porque dice que estamos en tiempos de (des)colonización y que hay que recuperar los nombres originales de los lugares.
La propuesta no deja de ser un exabrupto para los paceños, principalmente porque el nombre actual es el nombre de siempre; vale decir, el nombre con el que nació la ciudad. Además, es un nombre bello, que ya quisiera cualquier ciudad ostentar.
Los topónimos no son tan importantes como se podría creer; el mejor ejemplo es el caso de Bolivia, que lleva un nombre inventado, producto de una actitud tal vez política o simplemente zalamera, que pretendía, en el primer caso, asegurar la independencia del nuevo país a partir de comprometer a la espada más prestigiosa del momento; o simplemente quería agradar al venezolano de marras.
Muchas veces me he puesto a pensar con cuánto asco muchos de nuestros antepasados, los más austeros por cierto, han debido tener que tragarse esa nueva nominación de su terruño que ellos conocían como Alto Perú. Y qué espanto han debido tener los vecinos tradicionales de La Plata cuando se le cambió el nombre a esa bella villa y se le puso el del no muy querido lugarteniente del Libertador.
A pesar de ese origen –digamos bochornoso–, Sucre, es también un bello nombre y el que las dos ciudades bolivianas que fungen de capitales tengan significados amables, como ser paz y azúcar, es una feliz coincidencia. Por lo demás, seis o siete generaciones de por medio, el nombre de Bolivia y de Sucre ya han cobrado carta de ciudadanía y cambiarlo sería otro despropósito. Peor sería hacerlo con La Paz.
Que el señor Presidente sugiera cambiarle el nombre a esta ciudad, que tiene el horrible apodo de “tumba de tiranos”, puede ser visto desde dos perspectivas: ya sea como una tremendamente deshonesta maniobra para distraer la atención en estos tiempos en que se está empezando a jugar con la legalidad de todo el sistema político de nuestro país; o como una más de las cientos de tonterías que Su Excelencia es capaz de espetar en el momento menos pensado.
Lo penoso es que en ambos casos, lo que Evo Morales está haciendo con ese tipo de intervenciones es exacerbar lo peor de los sentimientos de distancia que hay entre bolivianos, o específicamente entre paceños.
La Paz fue y es la ciudad mestiza por excelencia. La herencia indígena y la española se han amalgamado en buena parte de nuestros usos y de nuestras costumbres; en nuestra forma de comer y en nuestra forma de vestirnos. De hecho, no hay otra ciudad en toda América en la que un buen porcentaje de la población femenina vista de una manera ajena a la cosmopolita y se atavíe con trajes españoles, que las mujeres mestizas e indígenas hicieron suyos hace más de dos centurias.
Evo muestra con su propuesta un profundo desprecio por la historia de esta ciudad y una actitud irresponsable al no tener más bien una actitud conciliadora antes que antagónica respecto a los orígenes étnicos de los ciudadanos bolivianos. Pero hay algo más, y es la superficialidad de la propuesta de Morales, que en 11 años no ha logrado consolidar ni el aimara ni el quechua como verdaderos idiomas oficiales de este Estado (re)inventado. Él mismo no ha logrado recuperar el idioma de sus antepasados ni siquiera para sentar algún tipo de precedente.
La ciudad de La Paz está en el valle de Chuquiago y buena parte de sus barrios tienen nombres aimaras. ¿No sería más sensato, en vez de preocuparse por cambiar nombres e inaugurar un teleférico más, preocuparse, por ejemplo, por un sistema de purificación de las aguas servidas que botamos al Choqueyapu?, río que también conserva su nombre original. Esa sería una buena noticia en el 469 aniversario de su supuesta fundación.
El autor es operador de turismo
La propuesta no deja de ser un exabrupto para los paceños, principalmente porque el nombre actual es el nombre de siempre; vale decir, el nombre con el que nació la ciudad. Además, es un nombre bello, que ya quisiera cualquier ciudad ostentar.
Los topónimos no son tan importantes como se podría creer; el mejor ejemplo es el caso de Bolivia, que lleva un nombre inventado, producto de una actitud tal vez política o simplemente zalamera, que pretendía, en el primer caso, asegurar la independencia del nuevo país a partir de comprometer a la espada más prestigiosa del momento; o simplemente quería agradar al venezolano de marras.
Muchas veces me he puesto a pensar con cuánto asco muchos de nuestros antepasados, los más austeros por cierto, han debido tener que tragarse esa nueva nominación de su terruño que ellos conocían como Alto Perú. Y qué espanto han debido tener los vecinos tradicionales de La Plata cuando se le cambió el nombre a esa bella villa y se le puso el del no muy querido lugarteniente del Libertador.
A pesar de ese origen –digamos bochornoso–, Sucre, es también un bello nombre y el que las dos ciudades bolivianas que fungen de capitales tengan significados amables, como ser paz y azúcar, es una feliz coincidencia. Por lo demás, seis o siete generaciones de por medio, el nombre de Bolivia y de Sucre ya han cobrado carta de ciudadanía y cambiarlo sería otro despropósito. Peor sería hacerlo con La Paz.
Que el señor Presidente sugiera cambiarle el nombre a esta ciudad, que tiene el horrible apodo de “tumba de tiranos”, puede ser visto desde dos perspectivas: ya sea como una tremendamente deshonesta maniobra para distraer la atención en estos tiempos en que se está empezando a jugar con la legalidad de todo el sistema político de nuestro país; o como una más de las cientos de tonterías que Su Excelencia es capaz de espetar en el momento menos pensado.
Lo penoso es que en ambos casos, lo que Evo Morales está haciendo con ese tipo de intervenciones es exacerbar lo peor de los sentimientos de distancia que hay entre bolivianos, o específicamente entre paceños.
La Paz fue y es la ciudad mestiza por excelencia. La herencia indígena y la española se han amalgamado en buena parte de nuestros usos y de nuestras costumbres; en nuestra forma de comer y en nuestra forma de vestirnos. De hecho, no hay otra ciudad en toda América en la que un buen porcentaje de la población femenina vista de una manera ajena a la cosmopolita y se atavíe con trajes españoles, que las mujeres mestizas e indígenas hicieron suyos hace más de dos centurias.
Evo muestra con su propuesta un profundo desprecio por la historia de esta ciudad y una actitud irresponsable al no tener más bien una actitud conciliadora antes que antagónica respecto a los orígenes étnicos de los ciudadanos bolivianos. Pero hay algo más, y es la superficialidad de la propuesta de Morales, que en 11 años no ha logrado consolidar ni el aimara ni el quechua como verdaderos idiomas oficiales de este Estado (re)inventado. Él mismo no ha logrado recuperar el idioma de sus antepasados ni siquiera para sentar algún tipo de precedente.
La ciudad de La Paz está en el valle de Chuquiago y buena parte de sus barrios tienen nombres aimaras. ¿No sería más sensato, en vez de preocuparse por cambiar nombres e inaugurar un teleférico más, preocuparse, por ejemplo, por un sistema de purificación de las aguas servidas que botamos al Choqueyapu?, río que también conserva su nombre original. Esa sería una buena noticia en el 469 aniversario de su supuesta fundación.
El autor es operador de turismo