Cada gobierno tiene sus acres defensores, es normal. Y más los autoritarios, dictatoriales, los antidemocráticos que intentan permanecer para siempre en sus laureles.
Intentan inmiscuirse en todo, remozar la fábula negra que los libros de George Orwell retrataron; quieren, vaya osadía, regular artes y oficios, dictar las reglas de lo que se puede escribir y lo que no, en ánimo de encontrar gracia con su servilismo. Los hay censores que bajo manto de creencia u obligación actúan, como aquel Gran Inquisidor que en León Feuchtwanger secretamente admiraba a Goya, y que tuvo la brillantez de secuestrar su obra pero no destruirla. O simples patanes que balbucean el idioma, y lo hacen mal, para ejemplificar el mundo que vendría de permitirles nosotros el trono ilimitado. No hay que ignorarlos, porque representan el peligro de la oscuridad, latente y posible además, pero tampoco darles espacio de medrar a costa nuestra.
Se firman leyes y después se las borran. ¿Gobernar escuchando al pueblo? Al pueblo mudo tal vez, que concede la oportunidad de definir por él. Pero la historia es asunto dinámico. Nadie, nadie, llega a omnipotencia tal de control absoluto. Sencillo, pero no cabe la población entera en las cárceles, y por más millones que se eliminen, maten, ejecuten, no existe amo con capacidad de frenar la explosión demográfica, que hombres y mujeres sigan pariendo vástagos que a pesar de las circunstancias llegará el día en que piensen por sí mismos y tengan propia conciencia del bien y del mal. Es carrera o juego perdido de antemano, señores mandamases. Es posible comprar algo de aire, asegurarse el futuro económico por desmanes realizados, pero ¿eternos?, ni Dios, amigos, que por ahí aparece un Nietzsche que de la noche a la mañana lo borra de un trazo.
Imaginar un país distinto al que siempre fue parece un imposible. Se acumuló error tras error, se vetaron razas, colores, se hurtó y explotó sin misericordia. Remontar una caída, permanente en nuestro caso, es reconstruir lo roto, administrar un proceso de cambio real, no un cambio de mando con prerrogativas imperiales. Ya basta de Melgarejos, que entre otras cosas fue quien legó a Bolivia la lacra de la “contribución” indigenal y su secuela de pongueaje y esclavismo. Hoy se somete al “pueblo” a otro pongueaje, el de las mafias internacionales del narcotráfico, con la salvedad que pareciera éste ser dadivoso en las ganancias. Sin ánimo apocalíptico no queda más que decir que de esta dependencia, resultado entre varias cosas del pésimo manejo de políticas y recursos durante toda la historia republicana, acabará con nosotros. No se ve, todavía, denle diez años de permanencia y verán si desean quedarse. La patria es una abstracción, a veces un sentimiento, ambos vaporosos e inestables. Si la patria ya no sirve, entonces...
El asunto de los parques nacionales y tierras de origen es solo el principio de la experimentación. Y del fin. Bolivia no tiene con qué defenderse del veneno que ha penetrado profundo -ayudado y permitido-. Cuando los que mandan, con la alegría que da la riqueza fácil, ya no estén, ése que los defiende hoy verá que los asideros que creía firmes se evaporaron, y que de pronto se convirtió, otra vez, en esclavo de intereses ajenos y superiores. Con suerte le permitirán que cuando muera la wiphala cubra su ataúd de cartón. Al narco no le interesan las minucias de la raza y el derecho.
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