Todos los días, frente a incomprensibles acontecimientos que ocupan nuestros días y de cara a inescrutables actitudes colectivas (o sea, nuestras), la cuestión se corporiza en pregunta retadora: ¿qué es ser boliviano? Pregunta engañosamente simple, pero tan difícil de responder que casi siempre optamos por el elusivo recurso de volverle las espaldas y hablar de otra cosa, como si no hubiera nada pendiente. Pregunta para la que existen pocas respuestas. O, también, diez millones de respuestas. Y es este un asunto que rebasa los límites de la curiosidad intelectual, es mucho más importante que lo que aparenta: si no sabemos qué y cómo somos no podemos saber adónde queremos ir.
Los instrumentos profesionales y científicos que debieran ayudarnos en la búsqueda de la clave se muestran faltos de la idoneidad necesaria. No porque carezcamos de excelentes historiadores, que los hay en número considerable y poseen talentos dignos de reconocimiento. El problema es que muchos de ellos se mantienen encerrados en las sacristías de la historia oficial donde prenden velas a santos que no lo son, mientras que los osados revisionistas, que son tan talentosos como aquellos, apenas logran abrirse paso en un campo poblado de siluetas éneas que nos miran con indiferencia. Próceres, patricios y campeones de algo, algunos de los cuales ni saben por qué están ahí.
Lo sustancial del tema es que lo que somos es fruto de la semilla que fuimos ayer y simiente de lo que seremos mañana. De ahí que nuestros problemas son consecuencia, en gran medida, de los errores de la evaluación histórica que se han ido repitiendo desde hace cerca de dos siglos hasta convertirse en verdades impostoras. Necesitamos con urgencia desentrañarnos a nosotros mismos y saber con la mayor precisión posible qué y cómo somos para estar en capacidad de entender nuestra problemática.
Esa urgencia es constante pero se hace más sentida en etapas, como la presente, de cambios y transformaciones en las cuales nuestras discrepancias –políticas, ideológicas, económicas o culturales– se contagian, aumentándola, de la rispidez inherente a tales procesos y son la matriz en la que estallan nuestros desencuentros. No es herejía sostener que buena porción de los conflictos que confrontamos no serían tales si nos conociéramos mejor a nosotros y entre nosotros.
La democracia, tanto como la historia, es aula para dicho aprendizaje. Practicarla con fidelidad a sus exigencias –respeto por las ideas de los otros, tolerancia mutua, apego a la ley sin diferencias entre los de arriba y los de abajo– enseña a conocerse mejor. Otro instrumento de esta pedagogía es el diálogo al que últimamente muchos se muestran reacios.
Es hermoso el oficio de ser boliviano. Tanto lo es que en su ámbito todo sacrificio es un premio y todo avance, aun el más pequeño, un triunfo de lo mejor que tenemos sobre nuestros propios errores. Pero ningún oficio es digno per se: estamparle dignidad es tarea de quienes lo ejercen. De nosotros.
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