El pésimo manejo del conflicto de referencia ha desvelado, una vez más, la tendencia del Gobierno y de sus principales funcionarios de ignorar los conflictos o de restarles importancia en vez de buscar oportunamente acercamientos y las soluciones más adecuadas. Se ha vuelto una perniciosa actitud oficial ver apenas sobre la superficie de las cosas y reaccionar extemporáneamente ante los hechos por ocurrir. La crisis policial se arrastra desde hace tiempo y ameritaba la mayor atención del Gobierno. No se la prestó y las consecuencias están a la vista.
La Policía nacional arrastra, además del pesado estigma de la corrupción, complejos problemas estructurales y de conducción. En los últimos seis años ha tenido siete comandantes y son conocidas como ríspidas sus relaciones con el propio presidente Morales.
En un llamado a la reflexión y al diálogo, intentando calmar las agitadas aguas, el actual comandante de cuestionada y resistida designación pidió a los policías amotinados “hacer institución sirviendo al pueblo”. Servir al pueblo con exiguos salarios, sin los medios adecuados y arriesgando la vida a cada momento.
En semejantes circunstancias, misión difícil la del comandante para convencer a sus camaradas de base cuando estos -en sus demandas por la nivelación de sus sueldos con los de uniformados de otras fuerzas y por su derecho a la protesta- incorporaron el pedido de su destitución inmediata. Una exigencia que pone en jaque a la jerarquía policial que, al igual que la militar, está subordinada al poder político. Un poder político también jaqueado y obligado a encontrar la salida a una crisis peligrosamente desbordada y que, Dios quiera, pueda conjurar para devolver la tranquilidad una vez más arrebatada a los bolivianos.
(marchas frente al Palacio Cerrado herméticamente. fotos de ABI agencia oficial)
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