La democracia se conduce en torno a pactos más o menos estables, de acuerdo a la tradición política de cada país. Mientras que algunas naciones llevan siglos recurriendo al mismo pacto para renovar sus autoridades, en América Latina todavía no se logra una forma perdurable de acomodamiento de las relaciones políticas, lo que explica que aún se produzcan hechos como el de Paraguay, que no es de ninguna manera un hecho aislado en la región, pese a que, en sus aspectos y modalidades tradicionales, las dictaduras y los golpes de Estado hubieran desaparecido el mapa continental.
Solo hay que recordar lo que ocurrió en Venezuela en el 2002, en Honduras el 2009 y en Ecuador, el 2010, para darse cuenta que la estabilidad política es todavía una quimera en América Latina, porque lamentablemente, la democracia está lejos de consolidarse, salvando ejemplos puntuales como Chile, Uruguay y Brasil, entre otros.
En Paraguay muy pocos salieron a las calles a defender al presidente Fernando Lugo, a pesar de que sus partidarios calificaron su destitución como un derrocamiento ilegal. La deposición del mandatario comenzó a formar parte del debate político desde hace tres años y ni bien se produjo el pacto que hacía falta, el juicio político y la cesantía fue un simple trámite que se hizo en tiempo récord. Es inútil que organismos internacionales como la Unasur, el ALBA o algunos gobiernos de la región busquen la forma de revertir la decisión tomada por el Congreso paraguayo y que seguramente será ratificada por la Corte Suprema, como ocurrió en Honduras, por encima de los pronunciamientos y determinaciones adoptadas por la OEA y las agresivas maniobras ejecutadas por Venezuela y Brasil.
Fernando Lugo llegó al poder en el 2008 luego de 61 años de hegemonía del Partido Colorado. Las promesas de cambio, una hiperinflación de expectativas y –de nuevo-, un histórico pacto político lo hicieron presidente. Sin embargo, el exobispo se subió al carro del patológico presidencialismo que ha impulsado la ola populista en la región y olvidó que él y su gobierno se debían a una coalición que debía mantenerse viva. El Parlamento, los partidos políticos y demás instituciones republicanas de Paraguay se han encargado de recordarle a Lugo cuál es la lógica democrática en esta parte del mundo, de la misma forma que numerosos grupos sociales están reclamando hoy en Bolivia el cumplimiento del pacto que Evo Morales hizo con ellos y que se plasmó en una constitución que el propio Gobierno pisotea todos los días.
Con todos estos antecedentes, no cabe duda que lo sucedido en Paraguay forma parte del mismo fenómeno que se repite en todos los países que optaron la ruta del populismo caudillista y que enfrenta una profunda crisis, que se agrava además, por el debilitamiento de la figura de su principal impulsor, el presidente venezolano Hugo Chávez. ¿Puede extenderse hacia otras naciones? Todo depende de la fortaleza de los pactos políticos que se han formado en cada país. En Bolivia, por ejemplo, las alianzas parecen resquebrajarse todos los días pero el oficialismo aún mantiene invariable su fortaleza, no solo porque tiene en sus manos el control de todos los poderes del Estado, sino porque aún no ha surgido la alternativa política que sea capaz de formar un nuevo compromiso con la sociedad.
Solo hay que recordar lo que ocurrió en Venezuela en el 2002, en Honduras el 2009 y en Ecuador, el 2010, para darse cuenta que la estabilidad política es todavía una quimera en América Latina, porque lamentablemente, la democracia está lejos de consolidarse, salvando ejemplos puntuales como Chile, Uruguay y Brasil, entre otros.
En Paraguay muy pocos salieron a las calles a defender al presidente Fernando Lugo, a pesar de que sus partidarios calificaron su destitución como un derrocamiento ilegal. La deposición del mandatario comenzó a formar parte del debate político desde hace tres años y ni bien se produjo el pacto que hacía falta, el juicio político y la cesantía fue un simple trámite que se hizo en tiempo récord. Es inútil que organismos internacionales como la Unasur, el ALBA o algunos gobiernos de la región busquen la forma de revertir la decisión tomada por el Congreso paraguayo y que seguramente será ratificada por la Corte Suprema, como ocurrió en Honduras, por encima de los pronunciamientos y determinaciones adoptadas por la OEA y las agresivas maniobras ejecutadas por Venezuela y Brasil.
Fernando Lugo llegó al poder en el 2008 luego de 61 años de hegemonía del Partido Colorado. Las promesas de cambio, una hiperinflación de expectativas y –de nuevo-, un histórico pacto político lo hicieron presidente. Sin embargo, el exobispo se subió al carro del patológico presidencialismo que ha impulsado la ola populista en la región y olvidó que él y su gobierno se debían a una coalición que debía mantenerse viva. El Parlamento, los partidos políticos y demás instituciones republicanas de Paraguay se han encargado de recordarle a Lugo cuál es la lógica democrática en esta parte del mundo, de la misma forma que numerosos grupos sociales están reclamando hoy en Bolivia el cumplimiento del pacto que Evo Morales hizo con ellos y que se plasmó en una constitución que el propio Gobierno pisotea todos los días.
Con todos estos antecedentes, no cabe duda que lo sucedido en Paraguay forma parte del mismo fenómeno que se repite en todos los países que optaron la ruta del populismo caudillista y que enfrenta una profunda crisis, que se agrava además, por el debilitamiento de la figura de su principal impulsor, el presidente venezolano Hugo Chávez. ¿Puede extenderse hacia otras naciones? Todo depende de la fortaleza de los pactos políticos que se han formado en cada país. En Bolivia, por ejemplo, las alianzas parecen resquebrajarse todos los días pero el oficialismo aún mantiene invariable su fortaleza, no solo porque tiene en sus manos el control de todos los poderes del Estado, sino porque aún no ha surgido la alternativa política que sea capaz de formar un nuevo compromiso con la sociedad.
Fernando Lugo llegó al poder en el 2008 luego de 61 años de hegemonía del Partido Colorado. Las promesas de cambio, una hiperinflación de expectativas y -de nuevo-, un histórico pacto político lo hicieron presidente. Sin embargo, el exobispo se subió al carro del patológico presidencialismo que ha impulsado la ola populista en la región y olvidó que él y su gobierno se debían a una coalición que debía mantenerse viva.
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