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miércoles, 9 de mayo de 2012

Fernando Molina recuerda la frase de Jaime Paz "en Bolivia la división no de izquierda y derecha, de socialistas o neoliberales sino entre los de arriba (en el poder) y los de abajo"(en la oposición)


La Paz parecía una ciudad “pos-nuclear”, en la que no circulaban coches. Una huelga de los sindicatos del transporte en contra de una regulación municipal del tráfico logró paralizar hasta este extremo a la capital, por una curiosa razón: el Gobierno decidió no reprimirla. Por el contrario, retiró a la Policía y entregó la ciudad a la tiranía de los sindicatos, por miedo a su furia o, más probablemente, para vengarse del alcalde que le arrebató la principal ciudad del país en las elecciones de 2009.
Esto significaría que por darle un mal rato a un rival político, el presidente Evo Morales no dudó en cruzarse de brazos y dejar de lado su obligación legal y moral de mantener el orden social. Las verdaderas víctimas de esta maniobra no fueron, por supuesto, los munícipes, sino los productores, los empresarios y, sobre todo, los humildes empleados que tuvieron que caminar hasta decenas de kilómetros para llegar a sus trabajos.
Cuando no hay orden, cuando nadie se responsabiliza de mantener el orden, los que ganan son siempre los más fuertes, los que pueden imponerse sobre los demás. Una sociedad sin orden es una sociedad bajo la férula de los matones, como los que lanzaban piedras e incendiaban llantas en las esquinas de La Paz.
Morales, claro está, no cree que su responsabilidad sea mantener el orden, sino animar el “proceso de cambio” que dirige desde hace seis años. Es un excelente representante de la sociedad boliviana, que a lo largo de su historia ha depositado sus esperanzas en el cambio y, por eso, ha despreciado el orden, con graves consecuencias para su bienestar.
La razón de esta inclinación es simple: Por la pobreza imperante, la única manera de que los de abajo asciendan en la pirámide social es tomando el poder. En el siglo XIX este proceso se producía a través de cuartelazos que, por eso, se repetían con una frecuencia pasmosa; en el siglo XX, lo hace a través de revoluciones y diminutas “guerras civiles” entre facciones civiles rivales, las cuales suelen ser coaliciones de partidos y sindicatos.
Por esta razón, el Estado no actúa a nombre de la nación, sino del bloque de grupos de interés que predomina en cada momento. A este bloque no le interesa el orden, sino conservar el poder (lo que, como muestra el ejemplo de La Paz del que hablamos, no es lo mismo). Y al bloque desposeído del poder, tampoco, porque sólo a través del desorden puede proyectarse hacia la victoria. Por eso, como decía con una mezcla de sabiduría y cinismo el ex presidente Jaime Paz Zamora, los políticos bolivianos no se dividen en izquierdistas y derechistas, o en socialistas y liberales, sino en “los que están arriba y los que están abajo”.
Así también se explica que el ideario colectivo tenga una orientación que cabría calificar de “anti-conservadora”, esto es, ansiosa de provocar trastornos y revoluciones; una mentalidad modernizadora. Sin embargo, esto puede dar una idea equivocada de lo que sucede. Bolivia está obsesionada por el cambio, pero en realidad no cambia. Lo que realmente ocurre es que, en nombre de la revolución se resiste a cualquier reforma concreta, incluso a la reforma del tráfico vehicular.
Debemos prestar renovada atención a la lección fundamental de los filósofos conservadores: el orden es imprescindible incluso para cambiar; el orden evita la formación de alianzas para resistir las innovaciones, porque reduce a todos, en especial a los fuertes, a la obediencia de la ley. El caos, en cambio, es el mejor caldo de cultivo para el predominio de la retórica revolucionaria y, al mismo tiempo, de la injusticia y la inmovilidad.

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