Vez que como un buen puchero, vuelvo a preguntarme qué sería de este platillo abundante sin la generosa ración de ají amarillo que lo corona. ¡No tendría gusto! Pero es, al parecer, una conclusión poco reflexiva, pues el puchero tiene un largo linaje en el Viejo Mundo porque desciende del puche, la olla peninsular, la olla podrida, tan citada por los escritores y poetas del Siglo de Oro, que no vendría a significar “descompuesta” sino “poderida”, “poderosa”, según aclara Beatriz Rossells en su inolvidable y docto examen de tres recetarios charquinos, por decirlo así, de los siglos XVIII y XIX.
Este servidor venturoso porque tiene un yerno extremeño y cocinero de los mejores del Reino, tuvo la dicha de saborear una olla preparada por manos peninsulares, y no extrañó el ají, y apreció con enorme placer los sabores rotundos del tocino y el garbanzo, entre otros ingredientes. Covarrubias, el del siglo XVII, diría sin duda: Ollas, las de antes, pues contenían carnero, vaca, gallinas, capones, longaniza, pie de puerco, ajos y cebollas. Sancho Panza dice “que mientras más podridas son, mejor huelen”; Don Quijote la tenía en gran mérito pues “aquel platonazo”, como lo llamaba”, era el favorito de reyes, canónigos, rectores de colegios y campesinos recién desposados. El “Arte de cocina, pastelería y bizcochería”, de Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor del rey, aconseja cocinarla con gallina, vaca, carnero, un pedazo de tocino magro, palomas, perdices, zorzales, solomillo de puerco, longaniza, salchichas, liebre y morcillas; cecina, lenguas de vaca y de puerco, orejas y salchichones; verduras, berzas, nabos, perejil y yerbabuena.
La opulencia de la olla real no tuvo parangón en la olla del pobre; quizá por eso Alonso Quijano comía a diario una “olla con más vaca que carnero”, tan diferentes de la olla opulenta de las bodas de Camacho, cuyo cocinero decía una frase inolvidable: Este día no es de aquellos sobre quien tiene jurisdicción el hambre. Más pobre aún era la olla del Licenciado Cabra, maestro del Buscón, mi libro de cabecera escrito, cómo no, por Quevedo, “el poeta del hambre”: caldo en escudilla de madera donde flotaba un garbanzo huérfano, un nabo aventurero y tan poco carnero que dejaba descomulgadas las tripas.
Nuestras culturas aportaron un ingrediente fundamental en el actual cocido: la papa (que por cojudos los españoles llaman patata); además del tomate, el ají (guindilla, otro nombre cojudo), el pimentón y el chocolate. La papa llegó a la Península en 1540 y le pusieron patata cruzando papa con batata; los franceses controlaron el hambre de los pobres con papas durante la Revolución Francesa; los ingleses extendieron su uso entre los pobres de Irlanda y a poco se extendió como el maná en Europa del norte y del este.
El puchero nuestro tiene ají amarillo sobre arroz con garbanzos; kawi cocido o frito; costillar de cordero y chorizo fritos; repollo y papas blancas; y una suculenta llajua de locoto, quilquiña, suico y cebolla blanca picada en cubitos.
El autor es cronista de la ciudad.
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