Supe de la palabra ‘hubris’ hacen más años de los que quisiera reconocer, cuando manoteaba la evolución del conocimiento a través de sus compartimientos en las ciencias. Revoloteó en una obra de F. A. Hayek, “The Counter-Revolution of Science: Studies on the Abuse of Reason” , en capítulo donde el sabio austro-húngaro identificaba la Ecole Polytecnique de París como fuente del hubris ‘cientista’. Eran tiempos del Iluminismo francés y se prefería la dimensión aplicada de las ciencias. Quizá el déspota golpista que fue Napoleón tuvo algo que ver, priorizando aplicaciones prácticas a disquisiciones filosóficas sobre el saber, mientras minaba el poder del absolutismo monárquico europeo con sus empeños militares.
Así fuese un concepto de poca difusión y, menos aún, comprensión de la mayoría de la gente, el síndrome hubris es útil para describir rasgos de mandamases “que en el mundo han sido”, como escribió Cervantes, y que en la atribulada historia de Bolivia han sido y son.
¿Qué es el hubris, o mejor, el síndrome hubris? No hallé el concepto en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española; tampoco en la Compact Edition of the Oxford English Dictionary (dos volúmenes, con lupa y todo): tal vez porque mis versiones son un poco antigüitas. No quedó más que ‘googlear’. Encontré de todo, prueba tal vez de que los lectores de libros están en peligro de extinción, como los dinosaurios en vísperas del choque de un asteroide, a menos que dominen la tecnología de la información.
Los griegos asociaban el hubris con la arrogancia, que hacía que los humanos incurriesen en la ira de los dioses. Como Ícaro, que desafió al sol volando directamente hacia el astro; o el rey Jerjes de Persia, que hizo azotar el mar cuando una tormenta destruyó sus barcos en Artemisia. No es tan solo un defecto de reyes y semidioses, aunque el aplauso mediático ha hecho hubrísticos a muchos ídolos de la farándula, que exigen agua de la luna y otros antojos para sus actuaciones.
Sin figuración en los anales de la medicina, lord David Owen, médico y político, analizó el hubris como un síndrome asociado con el ejercicio del poder. En una reseña de su libro (2008), la prestigiosa revista “Foreign Affairs”, puntualizó que “líderes que sufren de este síndrome hubris ‘político’ creen que son capaces de grandes obras, que de ellos se esperan grandes hechos, y creen saberlo todo y en todas las circunstancias, y operan más allá de los límites de la moral ordinaria” .
El hubrístico “padece de excesiva soberbia, arrogancia y autoconfianza”, “siente que la historia lo está mirando”, “que nadie comprende lo que está pasando”. Cegado por el orgullo, “la arrogante víctima de hubris actúa de manera tonta y contra el sentido común”. Su “pérdida de contacto con la realidad y una sobreestimación de las propias competencias, logros o capacidades” se notan en la “exagerada confianza en sí mismos, ya no escuchan a sus asesores ni a sus ciudadanos, se creen en posesión absoluta de la verdad, con capacidad para hacer y deshacer según su voluntad, no reconocen sus errores”. “Salen de sus hogares anónimos, de sus cátedras o del tajo en una fábrica, y en un principio se sienten incrédulos de su propia capacidad”. Una corte de aduladores asegura y convence de sus falsos méritos. La mayoría “espera sacar provecho”. Dicen que el hubris se da más fácil en “personas de corta capacidad intelectual”.
La historia latinoamericana contemporánea está plagada de personajes con el síndrome hubris. Entre los que recuerdo, están los déspotas caribeños (Somoza, Trujillo, Batista, Ríos Montt, Melgar Castro, Noriega) y sudamericanos (Pérez Jiménez; Perón, Stroessner; Viola, Galtieri y Videla; Velasco Alvarado, Pinochet y Banzer).
Me quedo con el filósofo Bertrand Russell y su definición de hubris –embriaguez de poder– quizá porque existe en el imaginario boliviano una descripción afín: borrachera de poder. Sin pretender una sesuda revisión de lo que alguna vez describí como anti-héroes en el devenir boliviano, ahí está Melgarejo, pareado de su sostén intelectual, Muñoz; Hilarión Daza y David Toro, militares pareados por dos retiradas en dos guerras perdidas. Si el antídoto para evitar el síndrome hubris es la humildad, no la percibo en Castro, Chávez, Ortega, Correa y Cristina Kirchner. Además, creo que la humildad es rasgo de la sabiduría, ¿cómo la pueden tener Raúl Castro y Nicolás Maduro?
Sostengo que Evo Morales es un ejemplo de hubris de poder, quizá por su corte de adulones en la que destaca otro hubrístico de 25.000 libros: su Vicepresidente. Baste preguntar ¿qué fue del personaje que ganó la simpatía internacional visitando el mundo con su humilde chompa a rayas?
Una vez asumió la presidencia, de repente aparecieron monedas de oro y estampillas con su efigie. Quizá con plata ajena, en la aldea donde nació erigieron un museo que quisiera hacerle sombra al Met de Nueva York –no el equipo de béisbol, por si acaso– en la primera potencia mundial donde es tradición que exmandatarios construyan bibliotecas con su nombre en sus lugares de origen. Quedó chico el Learjet presidencial y compraron, sin licitar, un avión de lujo. Un helicóptero hace innecesario parar el tránsito camino a la base aérea, que ahora tiene terminal presidencial más lujosa que el recinto VIP en el aeropuerto de El Alto. Está en tapete un nuevo palacio presidencial que ojalá no sea quemado, pero que tendrá helipuerto. ¿Qué tal el satélite Túpac Katari, en un país que no tiene suficiente salud y educación?
El autor es antropólogo.
win1943@gmail.com
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