Intenté escribir esta semana una columna “positiva” sobre la cumbre de presidentes del G-77. Quería decir por ejemplo que el Gobierno organizó la reunión internacional más grande realizada en Bolivia, que les ha mostrado a los asistentes que Santa Cruz es una ciudad vibrante, que el país goza de bonanza económica (como no lo van a saber, si se los trajo pagándoles hasta los viáticos y les regalaron joyas de oro a los presidentes que llegaron) y que la estabilidad política no está en duda. Quería señalar también que el Gobierno invirtió casi 150 millones de bolivianos en obras en favor de Santa Cruz.
Deseaba seguir intentando encontrar otros aspectos positivos, pero hasta ahí llegué. El extenso documento aprobado por el centenar de delegados no establece ni una sola acción (como era previsible) que indique que Bolivia liderará “lo que podemos denominar una ‘agenda de Gobierno mundial post Milenio’” como tan entusiastamente anunció el vicepresidente Álvaro García Linera. No. Todos los 242 puntos del documento empiezan con frases tipo: “tomamos nota”, “saludamos”, “no descartamos que” y “recordamos que” entre otras cosas por el estilo. Así que el paraíso internacional no ha empezado todavía. Tal vez en la próxima cumbre…
Pero no puedo dejar de gritarle al mundo en esta columna la frustración que siento por el hecho de que mi país (y mi Gobierno, al final) hayan homenajeado, durante la visita, a dos de los dictadores más sanguinarios y corruptos del mundo: Robert Mugabe, de Zimbabue, y Teodoro Obiang, de Guinea Ecuatorial. Las autoridades se dicen de izquierda, se dicen progresistas, se dicen renovados pero no dudan en abrazarse con lo peor de la política mundial. Mugabe, que tiene 90 años, gobierna su país desde 1980; al principio fue un héroe de la independencia de su país y de la lucha contra el poderío blanco. Pero pronto Mugabe mostró su verdadera cara: pidió ayuda a Corea del Norte para formar una Policía secreta, asesinó a 20.000 personas de la etnia Ndebele, rival a la suya, metió a miles de universitarios opositores a las cárceles y erradicó la libertad de expresión y de prensa.
Organismos de derechos humanos lo acusan de persecución política, tortura, fraude electoral, desapariciones forzadas, enriquecimiento ilícito y acoso a homosexuales (a quienes calificó como “peores que cerdos y perros”), sólo por nombrar unos cuantos delitos. Su régimen de terror se refleja claramente en los asesinatos de Dadirai Chipiro, esposa del líder opositor Patson Chipiro, y de Pamela Pasvani, esposa de un candidato contrario al régimen, Brian Monhova. Por separado, ambas fueron rodeadas por las milicias de Mugabe, quienes primero les cortaron pies y manos y luego les rociaron gasolina y las quemaron vivas. El hijo de seis años de Pamela (de 21 años y que estaba embarazada cuando fue asesinada) murió quemado junto a su madre.
Menos conocido pero igualmente execrable es Obiang, presidente de su país desde 1979, el dictador actual que está más tiempo en el poder. Aparte de la aniquilación de la oposición y la violación de los derechos humanos, Obiang es sobre todo conocido por su angurria de poder y dinero. El fraude es tan asqueroso que gana las elecciones con el 98 por ciento de los votos y, según denuncias de activistas de derechos humanos, en algunas mesas de votación recibe más del 100 por ciento de los sufragios. De cien miembros del Parlamento, 99 son de su partido y la Constitución le permite aprobar leyes por decreto.
No existe un solo diario en ese país y los pocos canales y radios le pertenecen a Obiang directamente, o a sus familiares y aliados. La radio estatal lo declaró “Dios” hace unos años y defendió el derecho que él tiene de “matar a cualquier persona, sin posibilidad de presentarse ante juicio ni de ir al infierno”.
Obiang decidió hace unos años depositar 500 millones de dólares de las reservas estatales de su país en una cuenta bancaria a nombre suyo “para evitar la corrupción de otros funcionarios”. Como recordó hace un tiempo Pablo Stefanoni, tanto le ha robado Obiang a su pueblo mediante contratos petroleros, que Teodoro Nguema, su hijo mayor, que es vicepresidente y que se cree heredará el cargo de su padre, gastó diez millones de dólares en un fin de semana en Sudáfrica, según la prensa de ese país, en comprar autos lujosos y cientos de botellas del mejor champagne francés. Teodoro hijo, llamado Teodorín en su país, es propietario de dos mansiones en Sudáfrica avaluadas en cinco millones de dólares, un condominio en California, que cuesta 31 millones de dólares, y en su palacio en Guinea tiene más de 30 autos de lujo (Bugattis, Lamborghinis y otros), a un precio total de 20 millones de dólares. Compró un edificio en París avaluado en 130 millones de dólares, que las autoridades de ese país luego confiscaron.
Desaparecidos Pinochet y Stroessner, Mugabe y Obiang son los símbolos mundiales del oprobio, del abuso y de la traición a las ideas originalmente defendidas. ¡Y el Gobierno, con la plata de todos los bolivianos, les regaló joyas de oro puro!
No sigo porque tengo náuseas.
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