Seguir negando la importancia del caso extorsiones o atribuirlo a factores externos, sólo servirá para corroer la legitimidad del Gobierno y frustrar a la ciudadanía
El caso de las extorsiones ha afectado la autoridad moral del Gobierno y al país. Como no había sucedido en otras oportunidades, el discurso que trataba de convencer a la ciudadanía de que los nuevos actores de la política eran invulnerables a la corrupción ha dejado de tener validez y nos damos cuenta de que lo que hace posible la corrupción no es que se tenga presuntas características étnicas o ideológicas, sino que se tenga condiciones para que quienes cometan actos de corrupción queden en la impunidad, al contar con protección oficial y una administración de justicia puesta al servicio del estamento político dominante.
El caso de las extorsiones ha afectado la autoridad moral del Gobierno y al país. Como no había sucedido en otras oportunidades, el discurso que trataba de convencer a la ciudadanía de que los nuevos actores de la política eran invulnerables a la corrupción ha dejado de tener validez y nos damos cuenta de que lo que hace posible la corrupción no es que se tenga presuntas características étnicas o ideológicas, sino que se tenga condiciones para que quienes cometan actos de corrupción queden en la impunidad, al contar con protección oficial y una administración de justicia puesta al servicio del estamento político dominante.
Paralelamente, este caso da cuenta de la existencia de dos raseros para tratar la corrupción: uno, que se aplica a opositores o disidentes; otro, a los militantes y adherentes. Con los primeros, se utiliza todas las estructuras del Estado y los mecanismos –legales o ilegales– para destrozarlos; con los segundos, al contrario, todo el aparato estatal busca aminorar los efectos del acto de corrupción y encontrar recursos para que la impunidad proteja a sus responsables directos e indirectos.
Al constatarse esta realidad, la ciudadanía ya no sólo desconfía de lo que está sucediendo en el momento, sino que revisa hechos del pasado y pone en duda la actuación gubernamental en casos como El Porvenir, el grupo Rózsa, los atentados terroristas en contra de viviendas y medios de comunicación, los juicios en contra de personajes de reconocida solvencia moral e intelectual o las sanciones y multas a empresas.
Además, surgen más nítidas las corrientes internas del MAS y el Gobierno, como la de aquellos que proponen poner orden en las propias filas para procesar y sentenciar a los presuntos corruptos afines, y la de quienes buscan, más bien, protegerlos, como una forma de mantenerse en el goce del poder, confundiendo, dramáticamente, lealtad con sumisión indigna a los poderosos.
Pero, el caso “extorsión” también puede ser (dado el liderazgo del Presidente del Estado y porque no está en duda su honestidad en lo material, duda que, empero, crece respecto a muchos de sus colaboradores) una gran oportunidad para que el régimen reconduzca acciones y, sometiéndose a la Constitución y las leyes, recupere legitimidad. Ello exige, por un lado, una profunda autocrítica por lo actuado y asumir a plenitud la vocación democrática que dice tener, lo que significa respetar el disenso, así como los pesos y contrapesos que un Estado verazmente democrático exhibe.
En cambio, seguir negando la importancia de la red de extorsionadores o acusar de este caso a infiltrados interesados en dañar el proceso de cambio, confiar en el tiempo para que un manto de impunidad lo cubra, premiar a los que buscan eludirlo y sancionar a quienes quieren enfrentarlo, corroerá, aún más, la legitimidad del Gobierno y dejará en la ciudadanía la percepción de que una nueva propuesta de cambio se ha frustrado por los tentáculos de la corrupción.
Ésa es la dimensión del desafío que tiene el Presidente del Estado en las actuales circunstancias.
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