Por más que se inventen todos los trajes, disfraces y atuendos para los actos oficiales; por más que quemen todos los libros de Alcides Arguedas; por más que llenen de amautas los ministerios y envuelvan todo en un mar de sahumerios, místicas cosmovisiones, sabidurías sacadas del musgo que acumulan las piedras en las montañas y se hilvanen leyendas basadas en las arrugas de los ancianos originarios, el país sigue y seguirá siendo el mismo como el día en que Cristóbal Colón llegó a América y Francisco Pizarro impuso la ley de la espada en estas tierras. Seguirá siendo mientras no se toque la economía y la forma de producir. Nuevamente recordamos a Bill Clinton cuando dijo: “Es la economía, estúpido”.
Cuando llegaron los españoles a América diseñaron un sistema de producción que se mantiene hasta ahora, consistente en explotar los recursos naturales y exportarlos en bruto para alimentar los talleres artesanales y posteriormente los establecimientos industriales del hemisferio norte. El grueso de las ganancias de ese negocio se lo llevaban los españoles, ya sea los que se trasladaron al nuevo mundo o los que se quedaron en la península. Disfrutar o no de esas ventajas dependía única y exclusivamente de la procedencia del individuo, de su linaje y de las relaciones familiares con los mandamases. La Guerra de la Independencia fue simplemente un cambio de dueño, un paso de la hegemonía española a la criolla.
Han pasado varias revoluciones desde 1825, numerosas guerras, Bolivia ha cambiado de leyes, de Constitución y hasta de nombre; el país ha sido refundado y toda su estructura institucional ha sido trastocada, pero la manera de producir nunca la hemos cambiado: seguimos siendo abastecedores de materias primas del mundo capitalista industrializado y las ventajas de esa transacción siguen estando en pocas manos, una élite con algunos rasgos más autóctonos que antes y que actúa con un grado menos de mezquindad frente a las masas, repartiendo migajas y llamando a eso “revolución”. Sólo hay que ver las cifras de la inversión, del presupuesto y de los gastos, para darse cuenta de la gran falacia que esconde la denominada “redistribución de la riqueza”. Otro dato eminentemente colonial: pertenecer o no a la élite sigue siendo una cuestión de piel, de casta y del lugar de procedencia. Recordemos, cambiar de patrón no es revolución sobre todo cuando los que obedecen siguen siendo los mismos de siempre.
Un sistema colonial como el nuestro implica una hiper-concentración del poder y también un ejército fuerte para proteger los negocios controlados por esa pequeña élite. El centralismo boliviano es copia exacta de los esquemas administrativos que dejaron los españoles y las Fuerzas Armadas existen sólo para impedir que se produzca una verdadera revolución, una genuina descolonización. En eso han sido muy =eficientes nuestros militares, mientras que en la protección del territorio de amenazas externas han sido absolutamente inoperantes. Es que no lo pueden hacer todo.
Lo que está ocurriendo en este momento dentro de las Fuerzas Armadas es sumamente delicado, no sólo por la amenaza de fractura en la cadena de mando de la institución, sino porque cuestiona las raíces del discurso nacionalista y descolonizador del Gobierno que trató de convencer que con algunos maquillajes, hacerlos gritar y desfilar de otro modo a los militares, estaba generando cambios profundos. Los suboficiales, que han mostrado a un ejército elitista y estrechamente ligado a los intereses políticos y económicos tradicionales, han señalado el verdadero problema boliviano.
Cuando llegaron los españoles a América diseñaron un sistema de producción que se mantiene hasta ahora, consistente en explotar los recursos naturales y exportarlos en bruto para alimentar los talleres artesanales y posteriormente los establecimientos industriales del hemisferio norte. El grueso de las ganancias de ese negocio se lo llevaban los españoles, ya sea los que se trasladaron al nuevo mundo o los que se quedaron en la península. Disfrutar o no de esas ventajas dependía única y exclusivamente de la procedencia del individuo, de su linaje y de las relaciones familiares con los mandamases. La Guerra de la Independencia fue simplemente un cambio de dueño, un paso de la hegemonía española a la criolla.
Han pasado varias revoluciones desde 1825, numerosas guerras, Bolivia ha cambiado de leyes, de Constitución y hasta de nombre; el país ha sido refundado y toda su estructura institucional ha sido trastocada, pero la manera de producir nunca la hemos cambiado: seguimos siendo abastecedores de materias primas del mundo capitalista industrializado y las ventajas de esa transacción siguen estando en pocas manos, una élite con algunos rasgos más autóctonos que antes y que actúa con un grado menos de mezquindad frente a las masas, repartiendo migajas y llamando a eso “revolución”. Sólo hay que ver las cifras de la inversión, del presupuesto y de los gastos, para darse cuenta de la gran falacia que esconde la denominada “redistribución de la riqueza”. Otro dato eminentemente colonial: pertenecer o no a la élite sigue siendo una cuestión de piel, de casta y del lugar de procedencia. Recordemos, cambiar de patrón no es revolución sobre todo cuando los que obedecen siguen siendo los mismos de siempre.
Un sistema colonial como el nuestro implica una hiper-concentración del poder y también un ejército fuerte para proteger los negocios controlados por esa pequeña élite. El centralismo boliviano es copia exacta de los esquemas administrativos que dejaron los españoles y las Fuerzas Armadas existen sólo para impedir que se produzca una verdadera revolución, una genuina descolonización. En eso han sido muy =eficientes nuestros militares, mientras que en la protección del territorio de amenazas externas han sido absolutamente inoperantes. Es que no lo pueden hacer todo.
Lo que está ocurriendo en este momento dentro de las Fuerzas Armadas es sumamente delicado, no sólo por la amenaza de fractura en la cadena de mando de la institución, sino porque cuestiona las raíces del discurso nacionalista y descolonizador del Gobierno que trató de convencer que con algunos maquillajes, hacerlos gritar y desfilar de otro modo a los militares, estaba generando cambios profundos. Los suboficiales, que han mostrado a un ejército elitista y estrechamente ligado a los intereses políticos y económicos tradicionales, han señalado el verdadero problema boliviano.
Un sistema colonial como el nuestro implica una hiper-concentración del poder y también un ejército fuerte para proteger los negocios controlados por esa pequeña élite. El centralismo boliviano es copia exacta de los esquemas administrativos que dejaron los españoles y las Fuerzas Armadas existen sólo para impedir que se produzca una verdadera revolución, una genuina descolonización.
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