JUAN CARLOS URENDA.
El regalo que le hiciera el vicepresidente del Estado al presidente en un acto público del libro El arte de la guerra, de Sun Tzu, me llamó la atención al punto que lo compré lo más rápido que pude, no sin antes percatarme, en una surtida librería de Buenos Aires, que existían diferentes ediciones del mismo libro. Me tomé el tiempo de revisarlas y comprobé que todas ellas tienen en común los 13 capítulos que giran en torno al concepto de la impostura como idea central para ganar la guerra. El numeral 17 del capítulo primero define así la tesis del libro: “Todo el arte de la guerra, está basado en la impostura”. De ahí que las doctrinas tácticas y estratégicas expuestas en el libro se basen en el fraude, la creación de falsas apariencias para confundir y engañar al enemigo, el ataque indirecto, la rápida adaptación a la situación del adversario, las maniobras flexibles y coordinadas de los distintos elementos de combate y su veloz concentración contra los puntos más débiles.
La impostura consiste en el engaño con apariencia de verdad. La diferencia entre la impostura y la mentira, digamos, simple, radica en que esta no tiene la intención de lucir como verdad, es mentira nomás.
La impostura política consiste en engañar a la gente para conseguir su apoyo, haciéndole creer que se están haciendo las cosas en su beneficio. Pero solo se engaña a quien se puede engañar, y este daño solo es posible infringirlo a quienes no tienen la información necesaria para poder evaluar adecuadamente una propuesta o acción, o a los que, a sabiendas de que están siendo engañados, apoyan al engañador por cuestiones de consigna, partidarios, raciales, de intereses sectarios, etc., es decir, por razones subjetivas que sobrepasan una decisión razonada, precariamente objetiva.
La política de la impostura ofrece y hace cosas que la gente quiere escuchar o que cree que sería bueno que se hagan (y en eso las encuestas ayudan mucho) a cambio de apoyo, sin importar el resultado, o a sabiendas que esas acciones, en la realidad, acabarán haciéndole daño a la población, como ha sido, por ejemplo, el caso de las políticas nacionalizadoras y de hostilidad hacia la inversión extranjera en materia de hidrocarburos, que han dejado al país al borde del colapso energético.
Lo que un determinado conglomerado humano quiere escuchar o ver hacer depende, en alto grado, de sus particularidades culturales. Por eso es que las políticas públicas -y ni se diga las campañas electorales- en los países donde predomina la ignorancia, el bajo nivel educativo y la desinformación, como las de la mayoría de los países subdesarrollados como el nuestro, son por lo general un concurso de mentiras y ofrecimientos grandilocuentes, paradisiacos, pero sin posibilidades reales de éxito en beneficio de las mayorías. Los resultados de los países subdesarrollados explican este fenómeno por sí solos.
La política en sí misma es un hecho cultural, es la expresión de los elegidos que gobiernan una determinada población en un lugar determinado, y por ello se dice acertadamente que los pueblos tienen los gobernantes que se merecen.
En Bolivia la política seguirá siendo parecida a lo que fue y a lo que es, mientras no cambiemos de mentalidad, que es la expresión de la cultura. Mientras sea esta una sociedad de bajísimos niveles de educación, será siempre una sociedad donde la impostura reditúe beneficios políticos. No lo hicimos bien en el pasado, y hoy tampoco vamos por buen camino, ya que, en números redondos, las áreas de Defensa, Gobierno Central y Presidencia se llevan el 48% del TGN y la educación el 1%. Las palabras sobran.
No nos queda otra que mirar a largo plazo y retornar a la base, al principio, a la educación, dedicar todos los esfuerzos para ampliar y elevar los niveles de educación y así cambiar de mentalidad.
Twitter: @jcurenda
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